Había una vez en
un país muy lejano un mago con cuyo método, aseguraba, uno podía conseguir
cualquier cosa. El propio mago, a pesar de llevar una vida casi austera,
parecía ser una persona tremendamente feliz y satisfecha, y muchos aseguraban
que era uno de los grandes sabios de su tiempo.
Un día un joven
señor fue a visitar al mago. Acudía de un torneo en el que había conocido a la
bella hija del rey, y se había enamorado perdidamente de ella. “Mago, enseñame
un método para encandilar a la princesa y te cubriré de oro”, le dijo. Y el
mago aceptó el encargo.
“Bien”, comenzó
el mago, “lo primero es pasar mucho tiempo con la princesa para irla
conociendo. Ella adora montar a caballo, por lo que tendréis que empezar a
cabalgar en los mismos bosques que ella”. El joven señor puso mala cara. “Ya me
gustaría, pero es que mi caballerizo es un patán, tiene los caballos hechos una
pena, llenos de mugre y heridas, y aunque he intentado por todos los medios que
se tome su trabajo en serio no ha habido manera”.
El mago pareció
sorprendido. “Bien, ¿Y por qué no despedís al caballerizo?”. “Oh, lo haría”,
dijo el joven señor, “pero lleva mucho trabajando con nosotros, lo contrató mi
padre y no me gustaría enemistarme con él”. “Bueno”, continuó el mago, “es una
contrariedad sin duda, pero podemos intentar seguir con el resto del método”.
“Lo que debéis
hacer entonces”, prosiguió, “es mostaros lo más atractivo posible a la
princesa. Llamad a vuestro sastre y que os prepare un traje fastuoso”. De
nuevo, el joven señor puso cara de contrariedad. “Imposible, mago”, replicó,
“mi sastre me sale por un ojo de la cara. Siempre comienza con ofertas muy
baratas, pero el traje que me entrega es un desastre, y entonces empezamos con los
arreglos: una puntadita por aquí, un botón por allá… Y claro, al final el traje
sale tan caro que mi padre ya me ha suspendido el presupuesto para vestidos”.
El mago lo miró
en silencio durante unos segundos. Meneó la cabeza y dijo “en fin… Intentemos otra
cosa: mostradle a la princesa vuestras dotes de liderazgo. Haced que vuestros
hombres organicen unas maniobras militares en las que vos os mostraréis como el
gran estratega y guerrero que seguramente sois”. Una vez más, el joven señor
parecía a punto de llorar. “No sabéis lo que decís… Mis hombres tienen una
rutina muy marcada, y en el momento en el que se les pide algo más de lo que
les toca empiezan a quejarse, a protestar, incluso a desobedecer las ordenes…
Si empiezo a pedirles esfuerzos y que hagan cosas nuevas tendré problemas”.
El mago meditó de
nuevo unos segundos. “Muy bien, tengo la solución”, dijo. “Todas las noches,
antes de acostaros, haréis gárgaras con esta poción, por la que os cobraré mil
monedas de oro. En un tiempo, la princesa acabará rendida a vuestros pies”. Por
fin, el joven señor saltó loco de alegría. “¡Esto es lo que necesitaba! En
verdad sois un gran mago, y si la poción finalmente funciona no solo ganaréis
estas mil monedas, os cubriré de oro como os prometí”.
Esa misma noche
el joven señor comenzó con las gargaras. Durante un mes, dos, tres, el señor
hizo gárgaras y gárgaras y más gárgaras hasta que la gargante se le enrojeció y
casi perdió el habla, pero la princesa no daba muestras de notar siquiera su
presencia. Compró otra poción, y otra, y otra más. Pasó un año entero, y nada.
Entonces, enfurecido, marchó donde el mago.
“¡Me has
engañado!”, gritó al mago. El mago le miró sonriendo. “Bueno, mi señor, no
podéis culparme”, le respondió, “pensé que si el caballerizo, el sastre y
vuestros hombres os tomaban por tonto, yo debería quizás probar suerte “.
MORALEJAS:
Moraleja 1: El
que algo quiere, algo le cuesta.
Moraleja 2:
algunos piden consejo y lo que realmente están pidiendo son trucos mágicos.
Moraleja 3: la
magia no funciona (casi nunca )
Moraleja 4: sigue
haciendo lo mismo de siempre y los resultados serán los mismos de siempre.
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